A las 6:05 h., cuando comenzaba mi jornada, encendí el televisor. Canal 11, noticiero de Javier Solórzano. Luego de la información sobre el encuentro de Obama y Enrique Peña Nieto, el conductor presentó primeras imágenes y datos del abominable atentado al semanario Charlie Hebdo, en París. Ya en el lugar de los hechos, el presidente Holland revelaba la dimensión de la tragedia.
Con el paso de las horas tenemos más información. Crece la indignación en el orbe. El humor y la ironía, cuando finos y ácidos, son veneno puro para los intolerantes y los fundamentalismos criminales.
Un día negro para la democracia, para la libertad de expresión, para las libertades, para la todavía lejana posibilidad de un diálogo intercultural y entre religiones.
Un penoso, uno más, recordatorio de las deformaciones que afean los corazones humanos.
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Triste día también para el mejor periodismo mexicano con la muerte de Julio Scherer García en la madrugada. Ícono de un modelo de periodista, cuya figura crece con la caricatura que hacen en televisión el común de los ejecutantes del oficio. Scherer es de los periodistas mexicanos que ayer, hoy y dentro de muchos años seguirán en la memoria; ejemplo de vocación, valentía y coherencia.
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Leí con deleite un breve ensayo de Santiago Kovadloff, filósofo y escritor argentino. Se llama El acto de escribir. Un emotivo, intimista recuento de la pasión por la escritura. Once páginas de confesiones imperdibles, para lectura y relectura. Inspiradas e inspiradoras.
Un ensayo también desafiante: escribir de lo que ya se sabe o domina, dice, no es vital, no es de escritores creadores. Escribir es un acto de creación, ejercicio de pensamiento y elucidación, un proceso, no un acto de transportación de ideas de la cabeza a un papel. Brillante.
Me contoneo al escribir, bailo, me bailo. Hurgo, encuentro, pierdo, busco. Las palabras arden y queman en la urgencia que siento de decir. Aciertan o marchitan lo que tocan, según sea la gracia que inspira su despliegue. La vocación las baña, las depura, las hospeda. Pero a veces las ahoga con su avidez desmedida. Y ellas florecen o caen. A veces huyen o no ceden, se resisten. Se niegan a venir. Tienen la aspereza de lo indómito. Dan a entender que no las merezco. Y sufro adivinándolas perfectas y presintiéndolas inalcanzables, certeras y distantes. Mi pobreza entonces me atormenta. Mi ineptitud me paraliza y me angustia porque nada quise ni quiero más que saber tratar con ellas. Pero luego, no sé cómo ni de dónde, la vocación renace, embiste, insiste, revierte la ceniza en que se apaga. Una ráfaga de sensualidad venida del corazón me devuelve a las palabras. Me las ofrenda otra vez, dóciles, exactas.
arthur edwards
Con el fallecimiento de Leñero y otras grandes figuras, ya casí está por cumplir el ciclo de esta generación de grandes personajes. Y me pregunto, ¿tenemos quienes los suplan?
Juan Carlos Yáñez Velazco
Así es Arthur, tristemente. Un abrazo y los mejores deseos para el año.