Hoy tuve la última clase de mi curso Formación Ciudadana en la licenciatura en pedagogía. La próxima semana algunos de los estudiantes, once mujeres y un hombre, presentarán el ensayo que han venido desarrollando a lo largo del semestre.
Comienzan los balances, los análisis, las dosis de frialdad y humildad para reconocer defectos y ponderar logros. Ni tanto ni tan escaso. O viceversa. Los errores hay que advertirlos, evaluarlos y corregir, tomar decisiones. Los logros pueden provocar una sonrisa, pero poco más no es demasiado recomendable. Lo bueno siempre puede mejorarse, además, uno no puede quedarse demasiado tiempo mirándolo: o te conviertes en estatua de sal o te gana la fatuidad. A una y a la otra les rehúyo, o lo intento; siempre lo consigo en la intimidad. No importa que otros lo crean o no. Esa zona es tan íntima y reducida, que no cabe nadie más, no está sujeta a polígrafos, ni vale para presunción.
Con el fin de clases queda un pendiente menos, una preocupación menos, una ocupación en pausa. Pero deben caer las preguntas, en colectivo y personalmente: ¿hemos sido suficientemente buenos como profesores?, ¿han aprendido los estudiantes?, ¿merecemos seguir siendo profesores?
Balances, dudas, preguntas, eso y algunas otras tareas me dejan los fines de curso.