Anoche recapitulé con Juan Carlos lo ocurrido en su primer día de clases. Está contento con sus dos maestras, la de las materias, la principal, y la de inglés. De ambas, desconocidas hasta ayer, se expresó en términos cariñosos. Estoy convencido de que la primera impresión puede ser definitiva en la docencia, así que me alegra escucharlo y verlo así.
Cuando le pedí detalles abundó en un hecho que no había vivido, tampoco yo como padre, hasta donde la memoria recuerda. La maestra de inglés hizo un brindis con los niños; bebieron refresco y en sus palabras confesó estar muy feliz por trabajar en el colegio y por ser la maestra de ese grupo. Las palabras infantiles fueron vehementes.
¡Es así de simple! Es así de fácil como las maestras pueden ir conquistando adhesiones y afectos; no me refiero a la bebida y al brindis, sino con hechos inusitados, sorprendiendo a los niños, haciendo algo diferente, convirtiendo a la escuela en una aventura donde siempre puede saltar un conejo de la mochila de la maestra.
¿Hace falta mucho? No. Un poquito de imaginación, otro de dinero (esta vez) y alegría para hacer de la escuela un acontecimiento no solo distinto, que lo es, sino especial, de aprendizajes cuando corresponde, de relaciones humanas, cada vez que sea preciso.