Extraño actividades y gestos de la Universidad de mis primeros años docentes. Hoy se acentuó, con la sensación de que los años traen costumbres y prácticas distintas, renovadas o inocuas, pero que también dejamos otras, dignas de perpetuarse.
El motivo de esta relativa desazón es que hoy por la tarde tenemos un examen de titulación de dos egresadas de Pedagogía en la Universidad de Colima, que han hecho un trabajo sobresaliente, producto de su capacidad (que todos los estudiantes comparten, en términos generales) y de su enorme disposición (donde la distribución ya es muy dispareja, a veces vergonzante).
En otros años, cuando un egresado o una egresada culminaban todo el proceso formativo mediante la presentación de sus tesis, en la Facultad lo tomábamos como día especial e invitábamos con carteles a toda la comunidad para que asistieran quienes pudieran. No siempre, pero a veces el auditorio donde se celebraban los exámenes tenía un público numeroso de estudiantes y familias.
Los exámenes de titulación son la última gran oportunidad de aprendizaje para estudiantes/egresados y profesores, y no puede reducirse al acto cerrado donde tres sinodales escuchan a dos o tres sustentantes y enseguida les preguntan. Luego, cada uno a su sitio como si fuera un día de clases normal. No, no es deseable, menos cuando todavía muchos de los estudiantes de la carrera son primeros universitarios en la familia.
Un examen de titulación es también el motivo para la celebración familiar, porque la familia ha sido clave en la preparación, porque alentó, sufragó, reclamó y estuvo atenta, pero, sobre todo, porque siempre deseó que sus hijos llegaran a terrenos desconocidos para muchísimos de ellos.
No sé si habrá “público” hoy, con Karla y María Luisa, en todo caso, para mí, haber sido partícipe como asesor y llegar a la meta es motivo de fiesta.