Después de pasar una Semana de Pascua como en montaña rusa en la Ciudad de México, laborando en el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, en esta volví a experimentar algunas sensaciones semejantes, en sentidos iguales y contrarios. Aquellas jornadas en Barranca del muerto fueron frenéticas, inéditas, lindas; también desoladoras, contradictorias, desconcertantes; esta última ha tenido alguna semejanza en la intensidad del sube y baja emocional.
Ayer tuve una tarde especial, presentando un libro en escenario que jamás imaginé: el Congreso del Estado. El autor de uno de los capítulos, medio enfermo pero feliz, me describía por teléfono sus sentimientos por lo experimentado. No tuve tiempo de disfrutar la experiencia; debía preparar un proyecto para presentar en mi curso de francés hoy. No terminé, aunque intenté todo lo posible.
Hoy, cuando salí de clases, revisé la agenda y entendí que no había tiempo para el ocio. La siguiente semana debo impartir una conferencia y un taller a profesores de preparatoria en la Universidad Autónoma de Yucatán, así que debía afinar los materiales que utilizaré.
Solo a mediodía, involuntariamente, me quedé dormido luego de una larga reunión, tirando por la borda, impensadamente, una reunión con mis compañeros de generación de la carrera universitaria. Desperté tarde, con pesar y como sedado. Vine a mi mesa para retomar los documentos de Mérida y encontré una llamada perdida. Uno de mis más queridos colegas me buscó; no suele hacerlo así, ni en sábado. Le devolví la llamada de inmediato y quise bromear con el saludo, como habitualmente; su tono me heló. Su mamá, a quien vi apenas hace unos días de pie y jovial, de compras, está en terapia intensiva. Respiré hondo, preparé un café y tomé rumbo al hospital, apenas con tiempo de contarles mi pesar y desear que, quienes puedan, recen por nosotros esta noche.