A los 40 y 13 la vida me sonríe. Con los sinsabores de cada etapa adulta, por supuesto. Estar vivo no es cosa menor; he visto partir al infinito a muchos amigos, de mi edad o más jóvenes, por eso, cada mañana respiro con todas las fuerzas cuando abro los ojos.
¡La existencia es un milagro! Me repito. Entonces, cansado o enfermo, me levanto y empiezo la nueva jornada.
La salud es un privilegio. Esta mañana caminé siete kilómetros sin agitarme ni un poquito, disfrutando el placer del viento en la cara y el silencio de la meditación. Solo por placer del cuerpo y la mente.
Tengo un trabajo que me gusta, hago lo que elegí y tengo el respeto de muchas personas a quienes me importa conservar cerca.
Tengo dos hijos maravillosos, una casa propia, pocas deudas, comida todos los días, una ciudad que elegí para asentarme, un auto que preferiría no manejar, dos ojos que funcionan aceptablemente, un cielo azul, la vista imponente de los volcanes, un montón de libros por leer, algunos por escribir, y tantos proyectos como para llenar mi vida en los próximos años.
En el baúl de las emociones tengo amor, melancolías, pasiones y tentaciones. Tengo sueños, decepciones, y renovadas ganas de volver a empezar en el punto donde algo falló. Tengo casi todo, menos odio o envidia. A nadie, a nada.
Es verdad que cada mañana o cada noche, cuando me miro al espejo, encuentro algo distinto, pero sonrío por encima de las novedades y me acepto sin condiciones.
Empiezo una etapa de la vida y agradezco infinitamente tantos mensajes como me dejaron en este muro.
GRACIAS por las palabras y los afectos, de hoy, de ayer y, en algunos casos, de muchos años.
Un abrazo. ¡Hasta siempre!