Hoy muchos en América Latina no podremos celebrar el Día del Padre con ellos, porque cada uno estará resguardado en su casa. No habrá brindis, comida juntos o un abrazo. Es mi caso. Él en nuestro pueblo, yo acá. Sí estaré con mis hijos, que me hicieron padre, al mismo tiempo que ellos debutaron como hijos.
Para muchos será un día sin menos júbilo, porque apenas habrá una llamada o una charla por alguno de tantos medios disponibles, pero habrá. Hay situaciones peores, por supuesto. Disculparán que convoque un poquito a la tristeza, pero es una estación intermedia.
Es inevitable pensar en la cifra de los 20 mil muertos oficiales (y los otros cientos todavía no reconocidos) por la pandemia, entre ellos, en los miles que eran padres; o en la tristeza infinita de los padres que perdieron a una esposa o una hija, un hijo. Eso sí que duele. Y dolerá también, entre los miles de infectados, hospitalizados o aislados, que nunca habrían pensado que un Día del Padre no podría recibir el abrazo de los hijos o los nietos.
No quiero llamar a la tristeza, decía. En realidad, pretendía convocar a la alegría de seguir, de estar, aunque los abrazos y los brindis cara a cara deban esperar un poco más.
¡Felicidades a los padres que leen o leyeron alguna vez este Diario!