Cinco minutos después de subir la entrada de mi Diario 2020, a la que llamé “Diario de cuarentena”, ingresé a mi cuenta de Facebook. Tenía varios mensajes directos. Solo abrí uno. Es de una amiga a la que conocí justo a través de la red social, por amigos comunes y cosas que escribí sobre Colima. Ella es mexicana, pero hace tiempo largo vive en la Columbia Británica, Canadá. Hemos cultivado una amistad virtual que persiste con el paso de los años, con mensajes intermitentes.
Su mensaje era inusualmente largo, y me llamó la atención. Lo primero que se abrió en mi computadora fue una imagen de ella, con tapabocas que apenas dejaba ver su rostro. Está hospitalizada. Me contó su historia y cómo se contagió en un consultorio médico por dos personas mayores que solo después confesaron que habían permanecido en Estados Unidos. Los detalles me los ahorro, porque sigo cimbrado y porque no vienen al caso.
María, pongámosle un nombre, me describe síntomas y temores. Me muestra el cuartito de hospital donde la alojaron. Cuando los leí, la piel se me erizó. Dejé pasar unos minutos y conmovido le escribí un mensaje repleto de ecuanimidad y buenas vibras. Apenas terminé, vine acá, a desahogar el terrible pesar de conocer, así sea virtualmente, a la primera persona infectada del planeta.
No rezo, pero si pudiera, quisiera rezar para que pronto me escriba desde su casa y me muestre, de nuevo, los paisajes impresionantes desde su casa, los ciervos que pastan cerca, la nieve o su enorme perro negro. O mejor, su sonrisa despreocupada.