Hay días que prefiero no levantarme. O que lo haría, si al poner un pie, el izquierdo, el primero de mi lado en la cama, cambiaría a otro humor. Hoy desperté con sensaciones incómodas, con malestares físicos y emocionales, o con delirios de mi imaginación. No quería despertar, no quería ser yo. Dormí poco y mal. Cuando revisé la agenda, todavía recostado, no tuve remedio. Debía comenzar para reponerme y estar listo para una conferencia al mediodía. Como pude preparé mi desayuno y planifiqué el día antes de irme a la Universidad. Ahí cambió todo. En un edificio casi desolado, en silencio absoluto, mientras conectaba la computadora y los accesorios para la conferencia, encendí el motor del ánimo. Caí en la cuenta del privilegio de una profesión así. Pensé que tenía un auditorio de 70 profesores y la oportunidad de dirigirme a ellos desde el desgano o el cansancio, o desde la alegría. Ni lo dudé. El tema tampoco admitía medianías. Empecé y puse todo el empeño, como si fuera la última conferencia. Me agoté después de casi dos horas, pero creo que fue fructífera. Pasaré la tarde con cansancio de las horas acumuladas, pero reposada alegría.