La fría madrugada de enero lo despertó. Intentó dormir de nuevo y después de unos minutos, rendido, encendió la lucecita de la lámpara en su vieja mesa de noche. Asomó por la ventana y observó la calle. El viento meciendo los árboles y las sombras le deprimieron. El viento helado que se colaba lo regresó a la cama y tomó su libro. En 46 minutos recorrió las páginas finales de El hombre de la tristeza infinita. Triste. Concluyó la lectura con pesar. Miró al techo y la penumbra le apresó el corazón. Sintió una tristeza que parecía la del personaje leído. Abatido, como el personaje, no supo que tristeza le dolía más: la propia o la del alicaído. Entonces no supo quién era: el personaje fugado de la historia o el lector que había huido de su cuarto, pero las tristezas de ambos le dolieron como el primer grito humano.