Anoche vi la nueva versión de El Rey León con mis hijos. Decidimos que sería una velada de películas en casa. Ella tiene 14 años; él, 10. Todavía tenemos gustos comunes, quiero decir, ellos más o menos comunes, yo me sumo a sus decisiones.
Nunca había visto la película de Simba y Mufasa, Lana y demás. Durante los años de vida de mi hija, con excepciones poquísimas, fui al cine a ver algo con clasificación no infantil. Es uno de esos pecados o rasgos de mi comportamiento paterno; lo confieso sin pudores: soy esclavo de mi condición de padre.
Anoche preparé su té de manzanilla con unas galletas italianas, nos sentamos y en momentos escuché lo que seguía, pues ellos la vieron no sé cuántas veces en su versión anterior.
Fue una noche especial, sobre todo, porque entendí una lección: en poco tiempo no habrá manera de empatar los gustos de ellos y de ellos conmigo, y que las concesiones que entonces hagamos serán más por un gesto de amor. Cuando lo asumí, hice a un lado la revisión y correcciones de mi libro próximo, cerré las cortinas al mundo y solo vi esa fantástica fábula en donde, casualidades de la vida, siempre hay unos que se sienten tocados por el dedo divino y suponen que serán eternos, los Skar, los reyes por un día, que recibirán la patada en el trasero que siempre merecieron, más tarde o más temprano.