Para las escuelas mis hijos tienen un nombre que los maldice: la letra inicial de su apellido paterno. Más de una vez Juan Carlos debió conformarse con un libro en fotocopias engargoladas porque los textos adicionales del colegio, bien cobrados y bien pagados, no alcanzaron. Un ¡disculpe!, fue lo que tuvimos. Nunca lo han corregido. Más de una vez he recordado que el orden alfabético no está consagrado en la Biblia o la Constitución, que podrían jugar con él, con un poquito de imaginación.
Que empiecen con la A, está bien, pero luego podrían irse a la Z, regresarse a la B, después a la Y… y así. O empezar en el medio, hacia delante o atrás. ¿Hace falta ser muy inteligente? Parece que sí ¿O es irrelevante ese criterio de discriminación absolutamente arbitrario?
¿Quién ha dicho que tener como apellido Abasolo, Aguilar, Alcaraz, Álvarez, Avalos, etc. etc. te da el derecho a ser primero? ¿Quién definió que tener como apellido Zamora, Zavala, Zepeda o Yáñez merece ser el último de la fila? Pues una tradición que debe tirarse a la basura.
Una y otra vez he pedido que revisen ese criterio, que a veces sufrieron cotidianamente mis hijos, porque habiendo hecho la tarea a tiempo, sacrificando tardes o domingos, no pudieron presentarla porque los maestros no llegaron al final. ¿Es justo? A las escuelas parece que les da lo mismo.
Estoy cansado y mejor me ahorro comentarios incómodos. Ya tendré tiempo para desahogos en el largo año que comenzamos el lunes.