Pasé la mañana en los últimos días laborales leyendo la tarea más reciente que encargué a los estudiantes del curso de Gestión de instituciones educativas que imparto en la Universidad. Hoy terminé con sabor agridulce.
La petición fue que contaran la experiencia de lo que están viviendo frente a la pandemia y sus aprendizajes personales.
Todos, sin excepción, me conmovieron. Unos más que otros, por las situaciones dramáticas que atraviesan: temores por la salud de familiares propensos al virus, sus propias recaídas emocionales, crisis depresivas, la dificultad de realizar las tareas por condiciones materiales y tecnológicas, la necesidad de trabajar en casa para comer o ayudar a la familia…
Las circunstancias narradas me descubrieron otras facetas que en parte imaginaba, pero que me superó en los relatos, no tanto porque los estudiantes estén al borde de la desesperanza, sino por la sinceridad y la emotividad que aprecié, por lo que intuyo como necesidad de expresar en un puñado de párrafos lo que están sintiendo.
No sé si a ellos les habrá ayudado y en qué medida, pero a mí, leerles, me sirvió para entender con empatía otras dimensiones de lo que está sucediendo en las casas de muchas personas. También, por la urgencia de concebir cada vez más a la educación como un proceso que no puede nunca dejar de ser esencialmente humano, es decir, cara a cara.