Me gustan los olores que deja la lluvia. Me gustan, en especial, con las primeras, como la de este amanecer. No hubo mucha agua, aunque suficiente para que levantáramos nuestro pequeño campamento casero y alteráramos el sueño. Los olores de la tierra, de los árboles y las plantas son únicos. Invariable, nostálgicamente esos olores me recuerdan las lluvias en mi pueblo, a las que precede la caída de las nubes sobre sus lomas y calles empinadas, la neblina que tanto disfrutaba. Recordar mi pueblo por los olores de la lluvia desliza emociones y momentos, personas: amigos, maestros, la familia, mis padres, mis hermanas. Y recordarlos trae en la mochila del pasado las actividades en épocas de lluvias: el fútbol en la cancha empastada que nos permitía “barrernos” gozosos, patear el balón en sus calles empedradas, los pececitos del arroyo de santa Mariana, las noches frescas en sus jardines, bañarnos en el patio de la casa, las marquesinas para escaparnos del agua fría, o lo contrario, la plegaria a las nubes o al cielo para que, por favor, esa noche no lloviera, porque si ocurría, los papás no dejaban salir a la novia. Los costales de la memoria también arrojaron al más primitivo de todos los momentos y personajes: yo mismo, cuando corría bajo la lluvia, jugaba, sonreía, era feliz con esas cosas tan simples; cuando no sabía que muchos años después un día, hoy por ejemplo, tendría ganas solo de observar la lluvia, pero no de salir a mojarme, ver las gotas rebotando en el suelo o mientras caen desde el cielo blanco, tomando café y respirándome los recuerdos felices de todos esos que fui.