Las conferencias o participaciones académicas siempre me provocan nerviosismo, a veces angustia y no pocas pavor. Siempre, un día o pocas horas ante me resultan casi insoportables. Me pregunto más de una vez: ¿para qué acepté? Y luego sigo: estaría muy cómodo, sin preocupaciones, sin angustias, sin temor a hacerlo mal. Cuando la conferencia es lejos de Colima la carga de nerviosismo se multiplica, porque pienso en la confianza de quienes me invitaron, en los costos que implican estas operaciones. Sufro mucho, lo confieso. Casi siempre vuelvo satisfecho. Casi.
Hoy tuve una participación que me desgastó muchísimo por ser mi primera vez en estos medios modernos; léase Zoom. Cuando me invitaron a principios de la semana no lo dudé y acepté sin chistar. El tema me gusta y he estado dedicado a documentarme hace varias semanas, así que creí que por ideas no tendría problema. Pero ayer, cuando caí en la cuenta que el formato es distinto, que no tendré un auditorio al que mirar y palpar, al que sentir, sino una cámara semiescondida en la computadora, me entró una dosis de ansiedad extrema. Temprano empecé a ordenar apuntes y para las 11 de la noche había logrado un guion aceptable.
Hoy, conforme pasaron las horas, subió el nerviosismo. Acorto la historia. Llegó la hora de la charla. Sufrí los primeros minutos, tratando de manejarme con soltura, mirando la cámara, observando mi guión y atendiendo los mensajes telefónicos que podrían llegarme de los organizadores. Luego me relajé un poco. Si soy bondadoso conmigo diré que estoy contento con el resultado, aunque siempre pudo ser mejor. Si soy estricto, diré que la próxima vez tendré que superarlo. Entre una opción y otra el agotamiento me alcanzó y mañana tengo clases de francés. El sábado tal vez tenga una opinión más clara.