Terminó su velada con un amigo pasadas las 11 de la noche. Salieron juntos del bar, se despidieron en la puerta y tomaron cada uno su auto. La oscura soledad de las calles aledañas simulaba un pueblo abandonado. El ruido del motor y las luces del tablero lo despertaron. Metió reversa y enfiló hacia la avenida también solitaria. Era jueves y el frío tenía a todo mundo en casa temprano. Un marcador del tablero seguía encendido. ¡De nuevo la maldita llanta ponchada! Era la tercera o cuarta vez que se iluminaba y solo por un bajón de aire en alguna de las ruedas traseras. Disminuyó la velocidad y buscó en su mapa la gasolinería más próxima. Varios kilómetros tendría que manejar así, con precaución y atento al ruido o el desequilibrio del auto. Solo las luces de la estación le relajaron los dedos apretados al volante. Mientras pidió 20 litros de gasolina y servicio de aire, cogió el teléfono y escribió un mensaje. ¿Qué haces? ¿Dónde estás? Le respondieron. Explicó y de inmediato tuvo respuesta; en el otro lado también estaba la destinataria en noche de bares: Espérame una hora y voy contigo, la inflamos los dos. Y caritas felices adornando. Pensó poco y respondió. Es decir, no pensó. Dijo: No, estoy cansado, con palabras secas. Un sutil reproche de respuesta saltó: No debí buscarte, leyó cuando ya movía el auto. Afiló la respuesta rabiosa y no midió. Ella solo quería estar con él, un par de horas, o menos, pasarlo juntos un rato, reírse, tomar un whisky, mirarse a los ojos, algunos besos, abrazos, tequiero y hasta mañana. Ahí, en las palabras escritas al calor de la estupidez tiró por la borda la relación prometedora que había creído y creado un horizonte nuevo en su vida. Ella no lo buscó más y lo borró de sus cuentas de teléfono y twitter. Una noche que pudo ser de ensueños y besos, una historia feliz, la cambió por la desolada soledad de un teclado gélido donde solo pueden escribirse palabras tristes y arrepentidas.