El ingreso a la Universidad de Colima como estudiante es uno de los puntos más frescos en la memoria. Con quince años salí solo de mi pueblo a inscribirme en el Bachillerato 13, entonces en el campus central.
Fue la primera vez que, sin compañía, tomaba un “tonilita” para venir a la capital del estado y hacer mis trámites de inscripción con la incertidumbre de ser o no aceptado en una escuela de alta demanda, así que debía jugarme mi lugar en el curso propedéutico, presentarme a examen y esperar las listas de aceptados, esas que salen en estas horas y tendrán a muchachos y familias inquietos por quedarse donde solicitan.
Venir al bachillerato y encontrar mi nombre al final de la lista, por los apellidos o por los resultados, como haya sido, fue uno de los primeros pequeños triunfos que me motivaron en la carrera escolar. Aprendí el gusto de disfrutar lo que se merece, para lo que se trabaja, o estudia, en este caso.
Esta confesión es, en modo alguno, un reproche familiar. Nunca agradecí tanto a mis padres que me dejaran resolver los problemas solo, con los efectos que ello pudiera tener, a veces negativos, por supuesto.
Los procesos de admisión fueron durante muchos años parte de mis actividades laborales en la Universidad; momentos tensos e intensos. Este año, lejos de esas responsabilidades, lo recuerdo también porque Mariana Belén llegó al mismo punto donde mi vida se ligó a la Universidad, es decir, cuando das un paso a la vida adulta, al momento donde cada cual debe asumir responsabilidades fuera de casa.
Ojalá para miles de estos estudiantes que llegarán a la Universidad, al bachillerato o sus facultades, sea también un punto de partida para reafirmar o descubrir horizontes vitales, así como el inicio de otras historias fructíferas.
Ojalá, por supuesto, que en la Universidad sepamos estar a la altura de las necesidades y condiciones de los estudiantes, especialmente en estos tiempos pandémicos de exigencia desmesurada.
¡Bienvenidas, bienvenidos a casa!