Hernán Casciari cuenta que la literatura nació cuando los hombres, sentados alrededor del fuego, devoraban las piezas de los enormes animales que les servían de menú. Amparados por la noche y expuestos a sus riesgos, como el frío o las fieras que también buscaban comida, las historias que inventaban o transmitían les daban vida al mismo tiempo que a la literatura oral.
Algún historiador podría corregir o desechar mi interpretación del escritor argentino, pero la teoría me gusta, porque las letras, las palabras y sus silencios nos sirven para expresarnos, liberar o darle forma a emociones, atrapar demonios o extraer letras del pozo de la imaginación, pero en el fondo de todo ello está aquel sentido primigenio: la vida y cómo vivirla mejor.
El jueves disfruté la tarde en el taller de un dilecto amigo y admirado artista, Mario, de nombre, Rendón de apellido. Luego de mostrarme sus esculturas más recientes, en distintos tamaños y colores, con explicaciones pacientes ante mis preguntas e interrupciones, nos sentamos para conversar en la sala de su taller, que es su museo personal. Entre nosotros, sólo una botella de malbec argentino y dos vasos; alrededor, como una involuntaria audiencia, las esculturas y pinturas del maestro, en el techo, un ventilador silencioso y probablemente aburrido de escucharnos.
Tres horas se deslizaron entre conversaciones que fueron de un tema a otros, del arte primero y la irrupción más reciente de las tecnologías digitales, de la Universidad a sus artes plásticas y la vida en Colima.
Ciento ochenta minutos sentados en equipales blancos, en los que, rodeados u observados por su obra, como los hombres que inventaron la literatura mientras devoraban un mamut, representamos, revivimos, redescubrimos el placer atávico de la conversación nomás porque sí.