Con las diferencias que pudieran derivar de los modos personales, de los programas ideológicos y de las prioridades coyunturales, la agenda prioritaria de la educación en México está más o menos delineada. Amén de las genialidades que puedan ocurrírsele al secretario del ramo (ni tantas ni afortunadas en los años recientes), lo que no se puede dejar de hacer es evidente. Repaso breve.
El derecho a la educación es más un adorno discursivo que una práctica, más un adjetivo que un compromiso hecho realidad para la mayoría de los ciudadanos. Las cifras de analfabetismo, rezago, los ninis, la deserción y expulsión de la escuela son elocuentes: en México no estudian todos los que debieran, no todos los que estudian terminan y, con demasiada frecuencia, la educación para los afortunados es de mala calidad. Cumplir el derecho a la educación es la primera de todas las tareas para el gobierno de turno.
Recuperar la rectoría del Estado. Lo han dicho de distintas formas los candidatos presidenciales así como distintas organizaciones de la sociedad civil y eso es alentador: el Estado debe recuperar la rectoría de la política educativa en la educación básica y en la formación de maestros. El principio es elemental: educar es facultad y obligación del Estado, y diseñar la política educativa nacional también, pero al margen de intereses facciosos.
Financiar la educación en forma suficiente y responsable. Se objetará qué significa suficiente o cuánto es suficiente. Se dirá que México invierte, en porcentaje, más que muchos países. Pero México invierte mal en educación y comparado con los países que debemos competir invierte poco. Financiar la educación con otro sentido pasa, en primer término, por sanear la administración financiera de la educación, o lo invertido irá al barril de la ineficiencia, la corrupción y el cinismo. Invertir más pero mejor es imperativo. Imaginación y determinación deben ser claves a la hora de encarar esta problemática.
La educación como política de Estado se empieza a convertir en una cantaleta gastada, pero vigente, porque no lo es y las decisiones inexplicables y caprichosas persisten. La educación tiene un reloj propio, una vida autónoma que no debe ser maniatada por coyunturales electorales o ambiciones partidistas. Debe administrarse la educación con un sentido de mayor responsabilidad y con base en una decisión fincada en sólidos argumentos.
Estas son, a mi juicio, tareas inaplazables para el nuevo gobierno que dirigirá el país los próximos años. Nunca hubo tiempo para perderlo, hoy menos. Hasta ahora, las plataformas de los candidatos no alientan el optimismo, pero puede ser la participación social, a través de las formas establecidas, u otras nuevas e inéditas, las que modifiquen el rumbo inercial de nuestro país: ¿veremos nuevos escenarios o repetiremos los mismos ensayos fallidos?