La discusión por la Ley de remuneraciones profundiza la brecha entre seguidores y adversarios del presidente. La diferencia no es irrelevante y sigue creciendo. Varios capítulos se escribieron antes del 1 de diciembre: la lluvia de iniciativas en el Congreso, sin consensos entre los legisladores y los hoy secretarios, sin comunicación; las desafortunadas declaraciones de Paco Ignacio Taibo II, que disgustaron en los mismos sectores del movimiento gobernante; además de las consultas impulsadas por el presidente con decisiones previamente anunciadas.
Leo hoy a un tuitero más o menos popular comparando los sueldos de los jueces en varios países; afirma, sin pudor, que los mexicanos son los de más altos salarios y “los más corruptos”, contrastando con Brasil, España o Estados Unidos. No sé si hay un índice oficial que mida el indicador de corruptelas, o las evidencias que sustentan el dicho, pero la ligereza me asombra, solamente por recordar el escandaloso caso de la justicia brasileña que descalificó a Lula para contender por la presidencia.
Lo inquietante es la facilidad con que se califica y descalifica a unos u otros. Intolerancia, se llama la actitud. Y la descripción es fácil: quien no piensa como yo o nosotros, está en mi contra, o es francamente tonto o corrupto. De un lado y de otro se advierten juicios de ese tipo. En una batalla electoral puedo encontrarle sentido, justificación, pero después dudo que ayude mucho a la construcción social, a partir de remarcar las diferencias hasta volverlas irreconciliables, porque de un lado están los salvadores de la patria y del otro todos los que querían hundirla o se sirvieron de ella, sin medias tintas, sin matices, irracionales.
Seguramente la cosa no es tan simple como yo la veo, pero tampoco es tan barata la organización de las ideas entre el blanco impoluto y el negro podrido. Entre el régimen funesto y la operación renacimiento.
La intolerancia germina otros monstruos, como la irracionalidad, el odio, la violencia en distintas manifestaciones, el deseo destructor. Faltan equilibrios, que deriven de la necesidad de reconocer que la vida tiene límites y precisa acuerdos, consensos, equilibrios; que la política sirve si es capaz de escuchar a todos, especialmente a quienes piensan distinto.
Una lección magistral aprendí hace muchos años del maestro Pablo Latapí: el que no piensa como yo, me ayuda. Lo que vemos ahora en declaraciones y posturas es exactamente lo contrario. El peligro es que pensar distinto sea censurado, y descalificada la persona, no sus ideas, adorando el monólogo.
En política, como en educación, pensar distinto es condición para avanzar cualitativamente, porque sometemos al juicio de la razón las ideas y elegimos lo más adecuado. Pensar distinto es, además, expresión de la diversa, compleja y potente inteligencia humana. Inteligencia que hoy, en momentos y personas, parece un bien escaso o en proceso de disolución. Es la formación que nos falta.