En los años infantiles las tarjetas navideñas eran usuales en mi pueblo; casi una obligación que sellaba amistades. En octubre o principios de noviembre los vendedores llegaban a casa con sus catálogos del año en turno, 1976, 1977, 1978, y así. Los papás, las mamás, sobre todo, elegían entre aquellas coloridas páginas las imágenes y mensajes; las primeras, incluían paisajes remotos, nevados, pinos de otras latitudes, personajes distintos, o los pesebres, el Niño Dios y los Reyes Magos. Seleccionadas, había que decidir el número y pagar anticipo. Llegarían semanas después; bienvenidas con algarabía. El de mejor letra, los papás o los hijos, escribían los destinatarios, o en máquina de escribir, cuando había. Luego el reparto al nacer diciembre.
Los árboles navideños artificiales no existían en el pueblo. Había que hacerlos con las manos y la imaginación, con los recursos disponibles. En mi caso, con papá o el abuelo Antonio salíamos a los campos cercanos que rodeaban el pueblo, guadaña en mano, a cortar la rama apropiada, para secarla al sol, pintarla de blanco o plateado, y adornarla con esferas que fácilmente se rompían, rodearlas con los lazos que también trenzábamos en casa; por último, los foquitos, que usábamos una y otra vez, solo cambiando los desperfectos del año previo. Y encima, entre las ramas, las tarjetas navideñas, como adorno orgulloso, pues entre más tarjetas, más amistades gozaba la familia. ¡Qué tiempos! Tan lejos de la mercadotecnia, tan cerca de la maravillosa sencillez.
El país de los 30 millones
Treinta millones de votos son el caudal que recogió el presidente en su campaña. Mucho más de treinta millones, si sumamos los que abonó a los candidatos de su movimiento y le permitieron la mayoría en las Cámaras de Diputados y Senadores, congresos locales y ayuntamientos. Treinta millones de votos pueden usarse como aval para cualquier reforma, para cualquier decisión; justifican cualquier dislate.
Más de treinta millones de estudiantes tiene el sistema educativo de preescolar a las universidades e instituciones de enseñanza superior. Plagado de problemas que no se resuelven de la mañana a la noche, que no se solucionan por decretos ni en el Congreso de la República, lejos de los salones de clase. La reforma moribunda es ejemplo.
Treinta millones de mexicanos mayores de 15 años no tienen un certificado de enseñanza secundaria: indocumentados en el país de las letras, migrantes de la sociedad del conocimiento, excluidos de casi todos los otros derechos que concede el educativo.
Así comenzamos un sexenio que parieron treinta millones de esperanzas que, deseo como propósito navideño, no se transformen en desencanto.
Nos faltan #243
Mientras esperamos el balance anual en la reunión de fin de año del INEE, Alex acuña en nuestro chat un hashtag lapidario: “Nos faltan #243”. Ese, 243, es el número de colaboradores a quienes fue imposible recontratar en el Instituto que quieren liquidar, sentenciado, sin derecho a defensa, como culpable de males educativos.
Nos faltan 243 colaboradores que sostenían con su esfuerzo cotidiano y eficiente diversos proyectos y áreas. A algunos tuve la fortuna de conocer de forma personal, a otros pocos, virtualmente. Pasarán la Navidad en la incertidumbre, ellos y sus familias. Ojalá “Nos faltan #243” solo fuera un hashtag simpático y no augurio perplejo.