Estos días he leído abundantes comentarios en Twitter acerca de la frase que algunos atribuyen a Pedro Ferriz y concluye así: “…Si el pueblo leyera, AMLO no sería presidente”. Se acuñó a propósito de la consulta sobre el aeropuerto nuevo para la Ciudad de México, pero es irrelevante para la intención que anima estas líneas.
Aclaro de una vez y sin ambages: no soy abogado de AMLO (ni fustigador). Mi centro es otro. Me indigna la intolerancia que azuza aquel tipo de definiciones; la fatuidad de suponer que quienes no son iguales o piensan distinto son detestables.
En principio, la frase de marras cree que ser lector gestiona un pasaporte de infalibilidad y superioridad moral, política e intelectual. Los ejemplos que desmienten no son excepción: en los años recientes dos presidentes mexicanos declararon y surtieron muestras inapelables de que no eran lectores consuetudinarios ni gozosos.
La lectura no es una patente de corso. Importa el hábito, sin duda, pero para las decisiones ciudadanas, también importa qué se lee, cómo se lee, para qué se lee y contra qué se lee; además, cuenta el contraste de opiniones, la diversidad y apertura.
Nunca olvido a José Saramago cuando dijo: el hombre más sabio que conocí (su abuelo) era analfabeto. El analfabeto no puede leer textos, pero eso no le degrada en su condición humana. El analfabetismo no es un pecado ni una hierba dañina que debe erradicarse, es una expresión de sociedades injustas, afirmó sabiamente Paulo Freire, quien sostenía también que nadie lo sabe todo y nadie lo ignoro todo en el acto educativo, y en la vida; con lecturas o sin libros.
Me indigna aquella expresión no porque vaya dirigida al próximo presidente de la República, sino porque anida odio a los otros, al otro sin el cual no somos, y con esa animadversión no se construyen sociedades civilizadas, respetuosas, divergentes pero tolerantes.
Esa fractura enorme que parece pronunciarse en la sociedad mexicana, que venía de antaño y sigue acentuándose es, probablemente, el reto político más trascendente. Parece invisible, pero está vivo y crece.
Sin alimentación ni educación un país no puede ingresar al siglo XXI, afirmó Carlos Fuentes en una conferencia en Costa Rica (julio de 1997), sobre la importancia de la educación en el entonces próximo nuevo milenio. La educación es más que enseñar el abecedario o las operaciones aritméticas, la ciencia o la historia, una profesión, es la formación de los ciudadanos en todas las dimensiones que lo componen, entre otras, la ética. En esa materia, que hoy se evalúa poco y pondera inadecuadamente, las redes sociales, las calles, la violencia y la impunidad nos colocan en estado de indefensión.
Leer es necesario, saludable, puede ser divertido y es políticamente correcto, pero no es suficiente para ser buen ciudadano. Formar el hábito es tarea de la escuela, pero no solamente de los maestros. Otra vieja enseñanza que nos legó Paulo Freire es que no se pueden leer textos sin contextos: palabras lejanas o de espaldas a la realidad. Solo nosotros, el colectivo, seremos responsables, y cada uno ha de empezar en sus mensajes en redes sociales y en su comportamiento familiar y ciudadano. ¿Podremos? ¿Queremos?