En el teatro de la educación nacional se anuncian varios actos inesperados y de final incierto.
Primero. La instrucción del presidente de la República para un regreso presencial a clases antes del 9 de julio. Esta vez, habla de vacunar en las próximas semanas a 3 millones de maestros, según la nota que leo en La Jornada.
Como se ha vuelto costumbre, los pronósticos presidenciales se desbarrancan con facilidad, y si no han terminado con todo el personal médico y adultos mayores, la promesa de vacunar al magisterio para volver a las aulas es temeraria.
En segundo lugar, el escándalo provocado por las decisiones de renovar los libros de textos gratuito de primaria en un tiempo insólitamente breve, con mecanismos y responsables improvisados. Las críticas son fundadas y suscitan genuina indignación.
Si faltara, tenemos también la desorganización en la convocatoria para la promoción horizontal del magisterio, con fallas elementales para un sistema informático sin demasiadas pretensiones.
Y debemos sumarle la persistente falta de claridad en las condiciones para el retorno a las aulas.
En todos estos hechos, y en cada paso que observamos durante el sexenio educativo, cuesta mucho encontrar criterios razonables, solidez en las decisiones y algo distinto a improvisación, ignorancia o incompetencia.
Pasaba con Esteban Moctezuma y con Delfina Gómez no ocurre algo mejor, a pesar de las ilusiones de muchos creyentes en su trayectoria magisterial.
Con el mínimo sentido crítico y lejos de banderas partidistas o campañas electorales, la actuación de la SEP es desafortunada.
La peor de todas las lecciones es que la educación, como ha sido constante en nuestra historia, es un asunto de menor importancia, encargada a políticos de escasa estatura que tuvieron el privilegio de dirigirla, y la desgracia de endeudar presente y futuro de millones de niños y jóvenes.