Tengo la impresión de que entre más grande o viejo, entre más alto el cargo ostentado, entre más importante se siente el personaje, le resulta más difícil admitir los errores.
Un gesto de humildad es necesario antes y después de cada decisión, para ponderar opciones y asumir consecuencias. Fernando Savater afirma con claridad nuestra dimensión ética: antes de la acción, somos libres; después de la acción, somos responsables.
Eso, por ejemplo, esperaría un ciudadano de los gobernantes que pronto dejarán los cargos públicos y de los candidatos que perseguían un puesto en las elecciones del domingo. Implicaría un examen de los principios, hechos y actitudes, de su capacidad de comunicación, coherencia y asertividad. En otras palabras, exigiría revisar su desempeño como gobernante o la campaña realizada en las semanas recientes. De paso, sería genial otro examen de conciencia, radicalmente autocrítico.
Cuando Albert Einstein llegó a los Estados Unidos en 1933, para radicar en ese país, en el Instituto de Estudios Avanzados, en Princeton, le preguntaron: ¿qué necesita en su despacho? Su respuesta es antológica: “Un escritorio o mesa, una silla, papel y lapices. ¡Ah, sí! Y una gran papelera donde poder arrojar todos mis errores”.
Esas palabras usó el científico que para muchos, me incluyo, es el más importante del siglo 20.
¿Será que la imbecilidad es directamente proporcional a la incapacidad de aceptar errores y siempre culpar a los otros de nuestras equivocaciones?
Necesitamos políticos y gobernantes mejores, sin duda. Y ello incluye, entre otras virtudes, que se hagan cargo de sus culpas y tengan la humildad de reconocerlo para superarse.