Las semanas que corren son complicadas para las universidades públicas mexicanas. Sus procesos de admisión las colocan a merced de la crítica por los aspirantes que no encuentran espacio en sus aulas. Los encabezados de prensa resultan sensacionalistas, a veces ciertos en algunas aristas. La UNAM está a la cabeza de los cuestionamientos, luego el Politécnico Nacional, la Autónoma Metropolitana, la Universidad de Guadalajara y muchas de las universidades públicas estatales, como la de Colima.
Los detractores de las universidades públicas, los que solo opinan cuando se trata de lanzar la crítica más severa, en esta época abonan en terreno fértil. Los detractores, muchos de ellos en cargos públicos, de elección o no, pudiendo haber lanzado iniciativas o tomado decisiones, optan por la vía más cómoda: la acusación.
La explicación frente al tema de los rechazados tiene coordenadas precisas: la demanda crece más que la oferta en las buenas instituciones, es un fenómeno demográfico pero también de expectativas sociales; al mismo tiempo, es producto de un esfuerzo gubernamental inferior al necesario, porque las instituciones educativas no reciben presupuestos adecuados y porque se crearon muchas instituciones pero de poco prestigio.
Al amparo de estos elementos la educación privada creció de forma explosiva en las últimas décadas, más que la educación pública y sin ninguna garantía de calidad, en la mayoría de los casos. Aumentó, además, la estafa y el engaño porque la privatización se fue convirtiendo en mercantilización y en educación chatarra.
Son tiempos difíciles para las universidades públicas, por eso la transparencia de sus procesos de selección es vital. Mientras, habrá que esperar un año más a que se concreten los discursos y tengamos, ahora sí, una política de estado decidida a educar a todos los mexicanos, porque todos deben y merecen ser educados.