Uno va por la vida descubriendo gente casi a diario, de toda, como dicen que abunda en la viña del Señor. Hay días que tenemos la fortuna de conocer o reencontrarnos con gente maravillosa, generosa, inteligente, que nos asombra y nos hace envidiarla un poquito. Son días buenos; pero también, el mismo día, podemos conocer, encontrarnos o sufrir los embates de los imbéciles, que los hay en grados distintos, de todos colores, géneros y profesiones. Hay unos que son los peores: los que tienen un pedacito de poder, porque alguien les relegó la autoridad de decidir cuándo se cierra un sistema, cuándo se cumple tal o cual capricho, y se esmeran por hacerlo cumplir con una doble condición: imponer voluntades y fastidiar a los prójimos, nomás por nomás; aunque puede haber también los perversos, sin duda. La pandemia, es decir, el confinamiento, nos regaló el privilegio de no tener que encontrarnos cara a cara con esos personajes, hombres y mujeres, pero sus influjos llegan ora por correo electrónico o guatsap. El colmo, lo peor de todo, es que contra eso no hay vacuna ni barbijo efectivo.