Cuaderno 21

Retrato de un hombre sentado que espera vacuna

Posted by Juan Carlos Yáñez Velazco

Se despertó temprano, más que de costumbre. Involuntariamente. El reloj marcaba las 4:04. Un leve dolor en el cuello le recordó que la noche no había sido todo lo placentera ni larga que hubiera deseado. Trató de conciliar el sueño y apenas pudo cerca de las 6. A las 7, en pie, comenzó la jornada y alistó la documentación para la vacuna. Era el día. El día tanto tiempo esperado pero que llegaba más pronto de lo previsto. El desayuno fue sobrio.

A las 10:15 cruzó la puerta de acceso en la Universidad. Amabilidad por todas partes. ¿Viene a vacunarse, maestro? Sí. Pase. Acá la tomarán la temperatura y pondrán gel. Todo ágil. En el pasillo previo al área de vacunación le volvieron a preguntar si llegaba para la vacuna. De nuevo dijo sí, sin más palabras. Pase a la mesa 1. Era la primera, al fondo, entre unas diez que aguardaban a los convocados. En la mesa 1e pidieron el formato prellenado y un joven vestido de negro revisó en la computadora. Pronunció el nombre del hombre. Asintió. No debió mostrar nada más, ni una identificación. Le indicaron que pasara con la compañera de chaleco amarillo para asignarle su lugar. Ahí se dirigió y ya lo esperaban. Fila 4. Detrás del hombre de camisa azul, a la mitad. Ahí fue. Apenas se sentaba cuando le pidieron que saltara a la fila siguiente, al frente. Se levantó y camino despacio, mirando al montón de personas vestidas de blanco (enfermeros, supuso), de azul (con letreros de Marina) y con chalecos amarillos, de la Secretaría de Educación.

A las 10:23 sacó el libro que había elegido para leer mientras esperaba. La noche de la usina, de Eduardo Sacheri. No había ido a la página primera cuando escuchó una voz frente a él. Era un jovencito vestido de blanco, enfermero o todavía estudiante. Les informó que ya habían ido por la vacuna para prepararla y aplicárselas.

Miró a la derecha. Más mujeres, muchas más que hombres. Pero había poca gente. A la izquierda siete u ocho filas de sillas vacías, luego, dos o tres llenas con una enfermera que les daba instrucciones apenas audibles. Sólo escuchó las gracias y un aplauso. Luego enfilaron hombres y mujeres a la salida. Aquel grupo había terminado.

A las 10:24 una mujer vestida de azul, de la Secretaría de Marina, empezó a hacerles preguntas. Si hay mujeres embarazadas, lactantes, si tuvieron dolores de cabeza, diagnóstico positivo de COVID. Y explicó, sin mayores detalles, los efectos que podrían presentarse con la vacuna y algunos cuidados generales. Pidió descubrirse el brazo no dominante. O una palabra así.

A las 10:26, sin haber empezado a leer a Sacheri, un joven también vestido de azul, en tono seco, le repitió al hombre descubrirse el brazo. Luego le mostró una delgada jeringa y la mencionó la medida del líquido; talló con la torunda y aplicó la inyección. Un pequeño piquete fue perceptible. No sintió la salida de la aguja. Le dejaron el algodón y pidieron que se lo sostuviera. La mano derecha del hombre fue al brazo izquierdo. El libro y los papeles quedaron entre las piernas.

No movió la cabeza el hombre. Respiró hondo y se dispuso a escuchar los latidos del corazón, las sensaciones que corrían por sus venas mientras aquella sustancia empezaba a circularle. Ahí, sentado el hombre, mientras esperaba la vacuna, se desgranaron los recuerdos de los catorce meses transcurridos desde el inicio de la pandemia. Meses que había experimentado de la perplejidad y el miedo a la paciencia, con lapsos de desesperación y desesperanza, a veces de sufrimiento. Pasaron vertiginosos muchos números, un contador mortal que rebasaba los 200 mil y no se detenía un sólo día, ni uno. Los muertos que habían quedado atrás en esa larga noche de dolor y muerte. Se detuvo en los rostros conocidos, en los rostros más cercanos, los muertos más suyos, los que dolían. Vinieron momentos vividos, otros que se esfumaron por los encierros interminables. Del fondo de aquel arcón de recuerdos salieron los hijos del hombre, cada uno en el espacio donde siguen sentados cada mañana cinco días por semana, a veces aburridos, otras desconectados, escuchando clases interminables. Fastidiados de la dinámica, pero poco entusiasmados con la idea de volver a las aulas de nuevo. Cumplidas ciertas condiciones estudiar en casa tiene privilegios, aunque se extraña lo más lindo de la escuela: los amigos, el recreo, los juegos, la hora del desayuno, el afecto de los maestros.

Perdió la noción del tiempo. A las 10:45 el hombre fue interrumpido en la película de aquellos meses. Comenzó la inesperada activación física muy leve, aunque habría preferido quedarse sentado, decir que no tenía ganas o que el equilibrio se había afectado, pero habría sido peor. Se levantó sin ganas y movió la cintura, luego los pies, y cuando estaba a punto de detenerse pensó que no era el momento, que estaba cada vez más cerca de este capítulo de la pesadilla. Que no importaba resistir aquella tortura inocua. Además, cuando se detuvo en la enfermera que entusiasta les instruía adivinó, bajo el cubrebocas, alegría y una enorme vocación. La siguió más con los ojos que con el cuerpo y creyó esbozar una sonrisa, mientras se tocaba el brazo y palpaba algún dolor por la inyección. No había nada. Era hora de levantarse y partir. Era hora de cargar su sombra y los recuerdos.

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