La del 9 de mayo es una de las noches más tristes desde que murió mi madre. Casi tanto como la del día de su cumpleaños, un mes después. Casi.
Con la tarde de este domingo los recuerdos se agolpan. Arrasan, abruman, duelen. Ella fue, además de madre, primera maestra. No era obsesiva de las calificaciones, las tareas o los buenos hábitos. Jamás exigía un número o un premio. Nunca recibí reproches por las calificaciones. No recuerdo un momento traumático por deberes escolares. Pero estaba ahí siempre, con una pregunta que alertaba, con un consejo tímido pero claro, con una palabra firme cuando se precisaba.
Entre el día de las madres y del maestro hay apenas unas horas; en mi caso, el recuerdo se prolonga de una a la otra fecha. Ambas fechas expulsan sentimientos tristes.
Este Día del Maestro, de la maestra, es especial de nuevo. Nunca como ahora es el día de la gratitud, del reconocimiento, del aprecio a una labor que en estos meses de confinamiento ha sido extraordinaria y seguirá en los meses por venir.
Ella fue, mi madre, la primera maestra que tuve. Involuntaria, pero primera y determinante maestra.
¡Gracias, madre! ¡Gracias, maestra!