Una vez, en diciembre, tuve la certidumbre de que necesitaba escribir un libro. Quería contar la experiencia de mi paso por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación; o, tal vez, rememorar cómo había pasado por mí el Instituto. No estaba leyendo ni meditando sobre el futuro inminente del organismo; limpiaba libros y los ordenaba en el comienzo de vacaciones. La idea llegó y se clavó. Nació con el título. Nunca dudé. Empecé. No paré. En noche febriles tecleaba la computadora hasta no ver las letras por el cansancio o el calor que empañaba los lentes en el calor colimense. Así, día tras día, hasta vaciarme.

Hoy, en el arranque de otra etapa vital, mientras armaba el plan de lecturas para vacaciones y atisbaba las tareas de orden y limpieza en la biblioteca, una idea se formó en la cabeza. La descubrí sin buscarla, o sin tener claro que podía encontrarla.

La tengo, la empiezo a emborronar y a armar un plan de lecturas. Esta vez no tengo un título ni embrionario, ni una fecha, menos un índice aproximado. Tengo la idea, o mejor, una idea vagabunda. No sé cuándo ni qué resultará, pero estaré excavando hasta encontrar las ideas, las palabras con las cuales amase las primeras páginas de un libro. Se escribirá o no, es secundario. El viaje, la caminata siempre es la razón de ser. La meta es una ilusión.