Cuando me acerco a las últimas 100 páginas siento la necesidad de contárselo a mi Cuaderno 22 en sus días postreros.
Llegué a Un caballero en Moscú por la recomendación tuitera del escritor argentino Eduardo Sacheri. No recuerdo exactamente sus palabras. Las memoricé cuando lo leí, pero cuando conseguí el libro en formato digital, se me extraviaron. El mensaje fue elocuente: una invitación a leerlo, sin idea del autor o autora. Amor, se llama. ¿Mujer u hombre? ¿De qué nacionalidad? No lo sabía. Apenas lo supe, cuando creí prudente saberlo para escribir estas líneas. Hoy sé un poco más de Amor Towles.
Con pocas horas en mi biblioteca virtual lo abrí pronto. Una noche de insomnio fue ocasión perfecta.
Tengo una regla/fórmula que construí con los años: si en la primera lectura puedo leer por lo menos el diez por ciento de las páginas, terminaré el libro. Mi iPad, letra grande y pantalla oscura, marcaba más de 1,300 páginas. Superé la meta. Tiempo me faltaba en las noches para volver a la historia del conde Aleksandr Ilich Rostov.
No contaré nada. Ni del triunvirato, ni de Moscú y el hotel Metropol. De las cenas en el Boiarski. De Nina o su hija Sofía. De la embriagante Anna Urbanová y su sutil manera de despojarse de la ropa. De los platillos y los vinos exquisitos que desfilan en la pasarela de letras.
Diré, nada más, que valieron la pena las muchas horas de madrugadas y noches dedicadas a la lectura.