Desde que comenzó la andadura por las letras y hasta hoy, a sus 10 años, Mariana Belén elige los libros que lee. En viajes nunca me abstengo de regalarle uno que pueda gustarle, pero casi todos los selecciona ella. Juan Carlos, que apenas empieza a descifrar primeras palabras, pidió lo mismo. Y estoy de acuerdo: hoy Star Wars, ayer dinosaurios, mañana no sé.
Solo recientemente quebré el principio. La semana pasada elegí. Hoy vamos a leer este libro, le dije: La vida y poesía de Miguel Hernández. Contada a los niños por Rosa Navarro Durán con ilustraciones de Jordi Vila Delclós. No expliqué nada, solo mostré la portada y acordamos un capítulo ella, otro yo. Empecé y seguimos.
Es un libro corto, pero fuimos paso a paso durante dos noches. La tercera no llegué a la hora habitual. Tarde fui a su cuarto; dormía y apagué la lámpara. Nuestro libro estaba abierto en una página que todavía no leíamos. Avanzó sola. La mañana siguiente, camino al colegio, conversamos del libro espontáneamente. Me contó, sin preguntarle, detalles de la historia: el segundo viaje a Madrid, la aparición de Federico García Lorca y que Miguel (así lo dijo, con desparpajo, como si hablara de su hermano) fue amigo de Pablo Neruda. Me alegró su emoción y naturalidad.
Por la noche terminamos el libro. La historia llegó a los capítulos más dramáticos: las cárceles que lo aprisionaron, su amor por Josefina Manresa, los hijos, la enfermedad, la muerte. Esas últimas paginas las leímos con tristeza, acostados uno al lado del otro, enriqueciendo la lectura con las ilustraciones. Al cerrar la obra confesó: no me gustó el final, una vida así, tan triste, tan llena de dolor.
Le propuse culminar nuestra experiencia observando el DVD que Joan Manuel Serrat hizo al cumplirse los cien años del nacimiento del poeta. Era una apuesta. El resultado fue fantástico. Omitiré detalles. Al finalizar me preguntó: ¿podemos verlo de nuevo?
A pesar de ello, no sé si la repetiré. Huyo de los automatismos; además, estoy seguro que en estas tareas de la lectura es preferible confiar en el instinto, la sensibilidad, la libertad y el placer. Y dejar que cada niño construya sus propios vericuetos, porque ellos son más inteligentes de lo que suponemos los adultos.
arthur edwards
Que bonita convivencia! Muy orgánico, muy natural…como debe ser!