Mi pueblo vivía en una fiesta casi perpetua. La iglesia era, en gran medida, la responsable. Por lo que sé, no mucho, la vida cambió sustancialmente. Nosotros a las 11 de la noche estábamos de vuelta en casa, a punto de dormir o descansando, por ejemplo, para no hablar de violencia e inseguridad.
En dos décadas pocas veces he vuelto a caminar sus calles, a pasar días enteros, sentir los cambios de estaciones y temperatura, o sufrir la llegada de la zafra por la contaminación. No sé con precisión cómo será la vida allí ahora, pero sé cómo era entonces, y la recordé con nostalgia en las horas previas a dejar la ciudad por unos días y en víspera de las posadas.
En aquellos tiempos, finales de los ochenta, el calendario festivo comenzaba con las celebraciones de la Sagrada Familia en enero o febrero. Con la Semana Santa el viacrucis era obligado punto de convivencia multitudinaria. Después la fiesta del Cristo de la caña, en mayo, y poco antes la del día de la cruz, en el barrio del mismo nombre; luego los fines de ciclos escolares y la temporada de vacaciones; para septiembre las fiestas patrias y las más importantes, en honor a la virgen de las Mercedes, el día 24.
Para muchos venían los festejos de pueblos vecinos y la feria de Colima, a las que no asistía, salvo equivocación. Con diciembre la virgen de Guadalupe era motivo de rezos y peregrinaciones; concluía con las posadas populares, la cena navideña en familia y la tertulia por el fin de año. Entre ellas había otras, por San Francisco o el día de los músicos, pero de menor calado. Alguna vez, hecha la suma de semanas, me sorprendí: nunca faltaba pretexto para divertirse.
De todas recuerdo con alegría las posadas. Eran una forma de convivencia comunitaria. A cada barrio correspondía organizar la romería uno de los días, y así pasábamos de barrio en barrio, de la Limonera a los Laurales, de la Cebada al centro, entre las 7 y las 10 de la noche, mezclando el sentido religioso, la relación con los amigos y la búsqueda de la pareja.
Organizar la mejor posada era un reto popular, que desafiaba la capacidad de los comités y sus recursos; unos tiraban la casa por la ventana, con la música, los cohetes y los adornos coloridos en las calles.
De las numerosas semanas de ese pueblo en fiestas hoy tengo nostalgias intermitentes. Si el 17 o el 19 de diciembre volviera una noche no sé si me sentiría uno de ellos o totalmente ajeno. En todo caso, estoy casi seguro que mis hijos difícilmente encontrarían asideros. Y no sé si es bueno o no, si esos quiebres en la historia de los pueblos ayudan a cohesionar o son consecuencias de un magro progreso y pesados males sociales.
Volveré pronto, de eso estoy seguro, y ya podré contar lo que vi, viví y sentí.