El lunes por la mañana me quedé en la escuela de mis hijos. La fecha era especial. Con el fin del curso escolar Mariana Belén culmina la primaria; además, fue la última ceremonia cívica de los lunes, la última en que allí dirigirá la escolta.
Con el cielo todavía oscuro, mientras llegaba la hora de que salieron los niños a las canchas, la escolta y su instructor ensayaban; él repetía instrucciones, los seis niños lo escuchaban atentos. Mis ojos se clavaron en la figura delgada de Mariana y me perdí en un torbellino de imágenes, un viaje veloz al pasado, al primer momento en que la tuve en mis manos, con su ropita rosa, grande por su prematura condición. Recorrí su corta vida escolar, de los días iniciales en la estancia infantil de la Universidad de Colima a preescolar y primaria.
Este año escolar que termina, en particular, me pareció un suspiro. No me di cuenta de cómo se fue. Recordé, como si fuera antier, las dudas y temores que albergaba Mariana cuando fue designada capitana de la escolta. Tenía miedo y hablé con ella, minutos y días para convencerla de que sus temores tenían razones, pero que su capacidad era superior y debía disfrutar la experiencia. Tenía miedo a hacerlo mal, un sentimiento que puede paralizar, es verdad, pero que también es necesario para prepararse mejor y encarar los retos con firmeza.
Varias semanas estuve cada lunes en el colegio para acompañarla, ofrecerle un guiño y abrazarla a la conclusión de la ceremonia. Un día había que dejarla sola y casi nunca más volví. Es así la vida, creo. Hay que acompañar a los hijos, abrazarlos muy fuerte un tiempo, luego dejarlos y un día, como el andamio en el edificio en construcción, hacernos a un lado.
Hoy separo algunas piezas del andamio para que prueba su fortaleza y siga creciendo, con temores e ilusiones. Ha terminado una etapa y su alegría es la mía; la mía es inmensa y solo me reprocho no ser tan consciente de que el tiempo pasa tan deprisa que hay que vivir intensamente cada ocasión, cada día que voy al colegio por ella o la tengo frente a mi leyendo su tarea. Cada día, cada momento, cada minuto. Así, hasta siempre.
Hoy fui por ellos al final de las clases. Su último día en primaria. Juan Carlitos y yo la esperamos varios minutos; la maestra de inglés nos sugirió que pasáramos al patio. Entramos y la descubrí de inmediato. Se me formó un nudo en la garganta de verla llorar desconsolada; me abrazó y dijo: no quiero irme. Estuvimos un rato y salimos abrazados los tres. Su hermano, habitualmente verboso, escuchaba nuestra conversación sin interrumpir. Le consolé con algunas palabras sinceras y sentidas. Ya en el auto, mientras encendía el motor le pregunté al hermano:
-Juan Carlitos: ¿quieres decirle algo a tu hermana para que se sienta un poco mejor?
-No papá, no sé qué decirle. También tengo un vacío.
Por el retrovisor vi su carita angustiada y triste. Mariana seguía sumida en su pena por la separación de las amigas que partirán a escuelas distintas e intuye que no verá más o muy poco.
La respuesta de Juan Carlos, otrora ligero de reacción en las palabras, y los ojos de Mariana me derrumbaron dos veces. Cuando sentí una lágrima contenida por los lentes oscuros apreté su mano y recordé la lección de un hombre sencillo y humilde de mi pueblo mientras despachaba gasolina: por los padres se sufre mucho, pero el dolor por los hijos no tiene comparación; aunque hoy sean las lagrimas por el fin de un ciclo y el comienzo de otra etapa escolar y vital.
José Manuel
No se qué decir, pero lo que digo lo hago desde el fondo de mi corazón, esos niños que casi vi nacer, porque nos conocimos contigo y Laura recién casados, todavía no aparecían, ya casi no nos hemos visto en los últimos diez años, en familia quiero decir, no reclamo nada, así es la vida y aquellos niños que me decían tío PEPITÓN, apodo por el cual en esta universidad y en México casi nadie me conoce, ya han crecido y probablemente no me conocen ni se acuerdan tanto de mí. pero así es la vida. Sin embargo yo nunca olvidaré los momentos felices que pasamos junto a ellos, tampoco cuando vinieron uno tras otro a este mundo, guardo recuerdos de sus cumpleaños y un caballito de madera con un imán del primer año de Juan Carlitos que todavía está pegado en la puerta de mi refrigerador. Hablando de lágrimas confieso que cuando recuerdo aquel cumpleaños en casa de Paty, los viajes familiares a Manzanillo con Don Carlos y la familia toda, me siento feliz y me siento sobre todo agradecido de haber contado con su amistad ayer y siempre, agradecido de sentirme todavía parte de la familia Yañez Velasco, eso me enorgullece y sigo sintiéndome parte de una familia a la que siento como mía porque cuando llegué a Colima me acogieron como si fuera uno más y hoy me sigo sintiendo en deuda con ustedes, los sigo queriendo y estimando igual, aunque las bifurcaciones de la vida nos intenten alejar. Sin rencor y con mucho cariño hermano Juan Carlos seguimos siendo los mismos de siempre, a pesar de la diferencia de edades, a ti y a tu familia como hermanos, un abrazo bien fuerte.
Juan Carlos Yáñez Velazco
Querido amigo y hermano:
Estoy conmovido por tu comentario. Espero que pronto podamos reencontrarnos físicamente, porque la amistad y el afecto son eternos.
Un abrazo enorme.