Me gustarĂa escribir de los libros que leĂ en este inicio de vacaciones, de los pasajes que más disfrutĂ©, de los personajes deslumbrantes, de los diálogos impecables, de las ideas que me inspiraron, y hasta compartirles algĂşn párrafo. Pero hoy no es el caso.
Hechos los quehaceres domésticos, en la tarde tuve oportunidad de leer. La fortuna no fue generosa. Viento fresco afuera por la amenaza de lluvia, ventilador refrescando lo necesario, compromisos cumplidos y sin pendientes tortuosos. En la mesa de trabajo un café humeante, de Ciudad Guzmán, el mejor que probé en los últimos meses. Un cuadro perfecto para un viernes de descanso, preámbulo de la noche más largo (o eso supongo: que dormiré todas las horas que no pude dormir en mucho tiempo).
Todo estaba muy bien, como podrá inferirse. Excepto yo, quiero decir, mi elecciĂłn, Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Respeto mucho al autor, más por lo que otros dicen que por juicio personal. Lo he leĂdo poco, confieso, asĂ que cuando comencĂ© con ilusiones ese libro, hace algunas semanas, lo dejĂ© a la mitad. CreĂ que no era un buen momento, que la carga de trabajo, el exceso de compromisos y todo eso me impedĂan disfrutarlo.
Hoy, me dije, es un buen dĂa para Italo Calvino. ComencĂ©. DespuĂ©s del repaso de varias de las ciudades, contadas por Marco Polo a Kublai Kan, no pude más. ¡QuĂ© necesidad, dije! Si no tengo que preparar un examen del libro, y no me gusta, para quĂ© sigo. ParĂ© al instante y me vine a contarlo. Ojalá, si lo leen por curiosidad o para preparar un ensayo, disfruten las páginas que no pude.