En estos días intenté actualizarme en los debates sobre el artículo 3º constitucional. Preferentemente usé los videos disponibles en la red, pues las fuentes escritas que habitualmente consulto estaban registradas. Me sorprendieron dos cosas, que ya intuí en otros momentos. Por un lado, que se concentra en los académicos y actores de la capital del país, como si solamente allá existieran capacidades y argumentaciones racionales para un debate necesariamente nacional.
Por otro lado, aprecié con más claridad (y un dejo de preocupación) el nivel de conocimientos de los actores políticos sobre el campo educativo. La cosa no es menor. Que los diputados y senadores, por ejemplo, deban decidir sobre aspectos torales, los tendría que comprometer a conocer un poco; no parece así en muchos casos. Tampoco es un mal generalizado, quiero suponer.
Me resulta imposible no recordar una experiencia que viví hace más de 10 años en Argentina, en un congreso organizado al alimón por los diputados provinciales y la Universidad Nacional de Catamarca. La conclusión más sorprendente, al respecto, es que yo era incapaz de diferenciar quién era un académico y quién un diputado, por los niveles de argumentación, solvencia profesional y conocimiento de los asuntos educativos.
No es el caso nuestro, tristemente, y eso quizá es señal de agotamiento de la vida política nacional y, de alguna forma, de la responsabilidad política de las universidades que formaron a dichos personajes.