El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir.
Con esas palabras sencillas, en oración tan potente, José Saramago comenzó su discurso en la recepción del premio Nobel de Literatura en 1998. Lo conocía en partes y solo ahora pude leerlo completo, en la entrada del 7 de diciembre de aquel año, en El cuaderno del año del Nobel.
Hace algunas semanas compré el libro y lo fui leyendo de a poquito, unas páginas un día, luego otras cuentas al siguiente, o dos o tres días después. No me corría prisa, no quería agotarlo, porque no sé se habrá otro milagro y tendremos un nuevo libro del querido escritor portugués.
Cuando leí las últimas páginas sentí una extraña desazón, como si me despidiera de un viejo buen amigo. Así encaré, con cierta nostalgia, las palabras del escritor admirado desde que llegara a mis manos El evangelio según Jesucristo, leído por primera vez en alguna Semana Santa, entre botellas de whisky y la playa de Cuyutlán, viendo ponerse el sol y luego caer la noche, con un puñado de buenos amigos.