Esta mañana dediqué algunas horas al trabajo colegiado. Las sensaciones son agridulces. Para mí el trabajo colegiado es más que reuniones, lista de asistencia, formalidades burocráticas y menesteres así. Es cooperación, diálogo, discusión cuando es preciso, ganas genuinas de hacer mejor las cosas, de pensar y repensar, es decir, de hacer distinto (si es conveniente) lo que siempre hicimos igual con semejante resultado.
Los asuntos e intercambios fueron interesantes. Me deslizaron a una conclusión que advierto extendida en algunas instituciones educativas. Principio de la desconfianza, podría resumirlo.
Sobre la desconfianza es complicado construir relaciones pedagógicas sanas. Sobre la desconfianza se duda de la capacidad del otro, por tanto, tengo que dictarle instrucciones minuciosas, porque desde la desconfianza controlo cada paso. Sobre la desconfianza erijo mi autosuficiencia. Sobre la desconfianza el resto son discapacitados. Sobre la desconfianza es preferible no arriesgarse, y vale más lista de asistencia completa, que unos pocos, pero bien interesados, por ejemplo. La desconfianza es una ofensa, una debilidad del que ordena, del que pretende ejercer la autoridad.
¿Democráticamente qué sentido tiene sentarse a la mesa con aquellos a quienes no concedemos capacidad o autoridad?
La desconfianza se siente hondo y se comunica igual. El que desconfía no puede esconder su temor o incredulidad; el sujeto de la desconfianza lo huele, lo escucha, lo siente. La desconfianza es pantano insalvable.
Lo peor de todo, lamentablemente, es que la desconfianza se hospeda en la prepotencia, y desde ahí, nada se construye.