Si una parte de nosotros ansiaba que en abril regresáramos a la normalidad; la otra parte, más informada y dura, decía que era imposible. Se concretó hoy. El secretario de Educación Pública, replicando las medidas anunciadas en la conferencia vespertina del gobierno federal, avisó que la suspensión escolar se prolongará hasta el 30 de abril. Entonces, se valorarán las medidas y tomarán nuevas decisiones.
En un mes la situación podría ser caótica y dolorosa. Las infecciones habrán explotado y los muertos estarán sembrados a lo largo del país. No es un deseo, ni cercano, pero así sucederá. Ante lo inevitable es mal consejo cerrar los ojos.
Como ya saben todos, las escuelas prolongarán diez días el regreso. Las primeras semanas, las que corren, han dejado enseñanzas de lo posible y de lo reprobable, de lo bueno y lo no repetible. Pero hay tiempo, creo, para que el sistema educativo en sus distintos niveles aprenda y no perdamos el ciclo escolar con tareas repetitivas e intrascendentes, fastidiando a los estudiantes con actividades planeadas al vapor, sin probarse, sin acompañamiento efectivo y sin la atención debida en casa, porque en casa la vida no se volvió más relajada y sí complicada.
Me temo que ahora la preocupación pedagógica se dividió en dos prioridades que parecen la misma: una, cumplir el calendario y los programas oficiales; para algunas escuelas, dejar tareas y tareas para agotar los temas; la segunda, consiste en procurar una experiencia distinta, inédita, para aprender en un escenario que nadie imaginaba y para el que no estábamos preparados.
Es la vieja disputa entre cronos y kairós, entre el tiempo del reloj y el tiempo vital del aprendizaje. Si fuera un partido de fútbol, los que juegan por el kairós pierden por goleada en el final del primer tiempo.
Se podría recuperar el programa burocráticamente, aunque se aprenda poco, o bien, los niños podrían aprender que, en algunos momentos, hay que hacer tareas y actividades porque es la obligación y nada más. ¿Podremos hacerlo distinto?