El hombre despertó sudando. Abrió los ojos, reconoció la habitación donde apenas cabía con sus fantasmas y lento ordenó las imágenes que se deslizaban, como las gotas en la cara y el cuello. La noche oscura veía lejos el amanecer. Recordó el sueño e involuntariamente lo conjuró. La película volvió. En el sueño y en la cama abrió desmesurado los ojos y sintió dolor en el pecho; un lánguido volumen de aire llegaba a sus pulmones. El miedo aceleró pulsaciones y el arroyo de sudor. Ahora también la camisa estaba húmeda. Respiraba con dificultad, pero la nariz no estaba cerrada, como constató con los dedos de su mano izquierda; jadeó desesperado, quería alivio al malestar. Con fuerza apretó los párpados y quiso escapar de aquel sueño que lo perseguía en vigilia y dormido. Escuchó ruidos en el tejado en su único momento de sosiego. ¡Gotas de agua! Llovía afuera. Tal vez el viento fresco y la brisa en la cabeza desterrara la pesadilla que se repetía dos semanas atrás. Tal vez. Se levantó con torpeza, cansado, descalzo. Abrió la puerta, pero una nube de agua lo empujó adentro de la habitación. Despertó del sueño a la pesadilla, o de la pesadilla a otra. Ya no supo dónde estaba la realidad o en cuál de las distintas capas del sueño soñaba la pesadilla infinita.