Hace un par de semanas recibí la invitación para escribir el capítulo de un libro. No lo esperaba ni lo imaginaba remotamente. La primera respuesta fue descartarla por exceso de agenda. Luego lo pensé mejor, por la temática, trascendencia probable, el organismo internacional patrocinador y la persona que me lo propuso. Lo medité de nuevo. Acepté.
Estas dos semanas lo pasé pensando por dónde empezar, qué ideas desarrollar, persiguiendo el crucial primer párrafo, deseando que al primero vinieron muchos otros. Esta mañana, dentro del infortunado hábito de mal dormir, me regaló la idea para la oración inicial. ¡La tengo!, creí. Pero cuando me senté, ya no cuadraba como en la cabeza. Tres o cuatro veces escribí el párrafo inaugural, y cuando estaba a punto de desistir, me convencí de que fuera por los otros y tal vez ahí se aclararía la grisura.
Contra mi costumbre, me hice caso y toqué la tecla de encendido. Escribí cerca de tres páginas en una hora y tengo un esbozo menos incompleto. No terminaré en 72 horas, pero a este ritmo, tal vez el último día del mes, cuando deba entregarlo, pueda reunir el número suficiente de páginas para negociar una prórroga que me ofrecieron y en principio rechacé.
Es un buen día, a pesar de ser lunes y comienzo de rutinas. De eso hablaré en otro momento. Hoy pasé un rato escuchando las clases de mis hijos. Prometieron en los colegios que será maravilloso, que los maestros ya se capacitaron, que gastaron una fortuna y bla bla bla. Bueno, pronto, seguramente, escribiré del tema. Espero contarte cosas lindas, querido Diario.