Cuando es inevitable la salida del refugio elijo ruta, hora y un libro pequeño para la espera; sé que puede ser larga. Intento ser puntual y preciso como ladrón de museos, evitar conocidos y obstáculos. Así fue este día. Llegué a la sucursal de Santander cuando creí que era el mejor momento. Estacioné el auto y bajé con mi cubreboca. La fila era corta para ingresar a ventanillas, pero lenta o lentísima, ya lo sabemos quienes vivimos aquí los últimos tres meses. Entré como burro (decían en mi pueblo cuando no saludas) directo al cajero automático. Nadie esperaba ni estaba en operaciones. Una conversación a tres metros me distrajo, a las puertas del banco. Dos hombres maduros conversaban, que en este contexto quiere decir: despotricaban contra las políticas de seguridad que impiden el paso a más de un número determinado de clientes, lo que pondría en riesgo a los apretujados cuentahabientes y a los empleados del banco, en quienes parece que nadie piensa. Los dialogantes se preguntaban y reafirmaban sus malestares. Indiferente escuchaba porque ellos hablaban para todos, hasta que uno pidió al otro una explicación al tercero, o sea, al banco: ¡quisiera que me dieran una explicación sensata de por qué no podemos entrar todos, si ya abrieron los bares! Algo semejante vociferó. Pero nadie me explica, remató victorioso. La sensatez del insensato me sorprendió: ¿en qué planeta vives, idiota? Le dije. Bueno, no le dije, solo lo pensé. Tenía lo mío en la mano y amparado en la media mascara negra sonreí mirándolos sin piedad, mientras salía al sol inclemente.