Me asaltan algunas preguntas cuando imagino la escuela en el retorno a las aulas. Por ejemplo: ¿cuánto va a cambiar después de la pandemia? ¿Será distinta en todos sus ámbitos: en arquitectura, demografía, en sus planes y programas, organización y horarios? ¿Serán distintas nuestras actitudes y compromisos?
¿Si el virus está cambiando todo, cambiará para bien a la escuela?
La obligación de cuidar la salud exige la respuesta positiva: no solo puede y debe cambiar, tiene que ser o empezar a ser otra, más sensible, acogedora y estimulante, más educadora.
Las razones, historia, discursos y cautela inducen dosis de escepticismo. Podría sufrir cambios solo cosméticos, porque faltan recursos, proyectos y porque las transformaciones son complejas.
La primera que debe empezar a cambiar es la escuela normal, donde se forman los maestros de mañana y los próximos 35 años. Allí se tienen que cocinar las primeras fórmulas para otra escuela pública mexicana. Tiene que cambiar no solamente porque es perfectible, sino porque el contexto y el escenario de actuación de los maestros serán distintos, o deben serlo.
La pandemia ha recolocado los puntos cardinales. Sano que ocurra. Cuando nos movemos entre certezas falsas o no, el peligro de la quietud crece, como la mediocridad. Movernos impulsa a repensarnos y a repensar la escuela.
Los planes de estudio deben examinarse ahora con otros criterios. Una educadora española, María Antonia Casanova, escribió la semana pasada que las matemáticas y el lenguaje no pueden ser lo único relevante; que la música, la plástica, la cocina, la literatura, el cine, el teatro o la educación física deben ser materias relevantes en el nuevo currículo.
Si las evaluaciones de la SEP solo examinan los contenidos de los planes de estudio perderemos la posibilidad de descubrir la enorme gama de aprendizajes que nos dejan estos meses aciagos; por ejemplo: las habilidades digitales que ganamos todos; nuestras capacidades de expresión o de optimizar tiempos; la creatividad que pusieron en juego las maestras y maestros, o las mamás para apoyar a los hijos en casa.
Por supuesto, descubrimos vacíos o errores: que los maestros no tenemos una formación sólida, en general, para la educación en línea; que el país dilapidó millones de pesos en experimentos fracasados para introducir la tecnología a la escuela y esa lección obliga a no repetirlo; que la televisión y la radio deben tener en su programación un contenido que sume a la obra pedagógica, no solo en circunstancias extraordinarias.
Las tareas para autoridades y escuelas son inagotables. Es imposible hacerlo todo al mismo tiempo, en todas partes y en condiciones semejantes. La escuela que surja de la pandemia debe reconocer esa diversidad e inequidad, y sobre un plan firme empezar la más profunda reinvención de la obra que José Vasconcelos sentó hace cien años.