Desperté antes de lo habitual para comenzar temprano la jornada. Quiero entregar a la editorial las pruebas corregidas de nuestro libro sobre la Facultad de Pedagogía. Imaginaba que el martes lo pasaría virtualmente en mi casa laboral. Así ha sido, pero de manera infausta.
Cuando Mariana comenzaba sus clases, a las 7:30 h., ya había corregido varias páginas del capítulo que había comenzado anoche. No paré durante un buen rato, hasta que en un momento de descanso encontré la imagen de una persona y el mensaje lloroso. Leí brincando palabras y quise creer que no era cierto o que había entendido mal. Una llamada me confirmó que era cierto. Murió Gaby Gahona, nuestra secretaria del turno vespertino en la Facultad. El nudo en la garganta no lo puedo destrabar. Me dolió y sigue, varias horas después.
Conocí hace pocos años a Gaby, cuando llegó a la Facultad y me reintegré de tiempo completo. Es habitual que cuando alguien se adelanta, aparezcan los mensajes que ensalzan virtudes y hasta cuentan las que no había. No es mi caso. Mi relación con ella era esporádica pero amable siempre. Me gustaba pasar a su oficina camino a mi cubículo, preguntar por algún asunto pendiente o firmar en la lista de asistencia. Cuando no estaba ocupada, la saludaba e intercambiábamos palabras.
Si necesitaba una pluma, unos marcadores para el pizarrón, un cable para la computadora o el proyector, solícita, se paraba y me la entregaba o la conseguía donde fuera preciso. Cuando debía algún documento, me buscaba y pedía con tacto.
En la noche, cuando terminaban mis clases o salía del cubículo, pasaba para despedirnos o informarle que el edificio de profesores ya estaba cerrado. Así, especialmente martes y jueves.
Hace siete meses no la veía. Las pocas veces que debí pasar por la Facultad no coincidimos. Una o dos veces hablamos por teléfono. Es lo último que recuerdo… su voz despidiéndose.
No sé cuándo volveremos a las aulas y a los cubículos, cuándo tendré que pasar de nuevo a firmar, en todo caso, sé que por las tardes en que deba ir a la Dirección, su silla y su espacio me recordarán la sonrisa serena y el gesto afectuoso de la mujer que se ganó el cariño de los alumnos de la Facultad. Y el mío.