Anoche soñé de nuevo el mismo sueño. El que apareció más veces durante esta cuarentena interminable, llamada nueva normalidad. La historia ocurre en un pueblo con mar, o un mar al que le nació un pequeño pueblo. Llegué ahí luego de un viaje por carretera, dos o tres horas en un calor insoportable que apenas mitigaba el aire acondicionado de un auto que alguien manejaba. Al paso raudo sucedían como en una película acelerada muchos lugares deshabitados, sucios, polvorientos, con puestos de comidas, fritangas y cervezas bien frías. Paramos por un par de botellas de agua y continuamos. Llegamos al destino cuando moría la tarde. El calor había amainado un poco. Estacionados frente al hotel, bajamos, estiré brazos y piernas, moví la cabeza y miré en todas direcciones. El aire húmedo entró a mis pulmones y el sudor corría por la espalda. Sacudí la camisa para despegarla del cuerpo. Entramos. Ya esperaba la habitación 18, planta baja, frente a una alberca grande a la que miraba entre la vegetación tupida. Los pasillos del hotel, como una herradura enorme, estaban solitarios. Llegué a la habitación que podría no ser vieja, pero sí deteriorada por el salitre y la soledad. Dos camas grandes, una pequeña televisión empotrada al frente, un baño inusitadamente amplio. No era linda, pero sí cómoda. Ahí habría de pasar gran parte de la cuarentena, sin saberlo, porque quedé atrapado pocos días después, cuando debía regresar a casa y todo estaba cerrado. Aquellos días, que en principio parecerían infernales, en un pueblo con mar, ambiente caliente, con aguas calmas y unas playas solitarias, me fueron haciendo la vida tan placentera. En las calles casi nunca encontraba otras personas. El restaurante del hotel sólo en la mañana tenía algunos comensales, pero por la noche, cuando salía para tomar algo, estaba tan solo que podría leer o escribir sin interrupciones, ni siquiera del mesero, al que debía despertar de su eterna somnolencia cada vez que le pedía un vaso de vino o una botella de agua mineral, hielos o la sopa de camarones. Así, sin saber por qué, me volví un fantasma más del sitio, mientras las páginas de mi historia seguían escribiéndose en la pantalla blanca y las hojas del cuaderno se agotaban cada día. Afuera, en la capital, en el país, en el mundo, los infectados seguían aumentando, como la cifra de muertos.
José Manuel Ruiz Calleja
Síndrome de aislamiento, cuídate, que como dicen en mi pueblo: de los buenos quedamos pocos…