La banca en una plaza es el sitio perfecto para observaciones de muchos aspectos de la vida social y natural. Desde esta banca, y desde cualquier banca de todas las plazas, pueden observarse, por ejemplo, los azules y grises del cielo, dependiendo de las temporadas del año; Perogrullo se enfada, pero no son iguales los amaneceres del invierno a los primaverales. Algunos pájaros tienen sus costumbres y rutas particulares. El pasto en los jardines de esta plaza cambian con la época de lluvias o “de secas”; entre junio y septiembre se colorean de un verde vigoroso, bello, atractivo para el paseo descalzo (cosa que nunca he hecho, ahora que lo pienso) y para que los perros suelten sus bombas pestilentes por doquier. El resto del año desfallecen los verdes y la densidad de la alfombra, para dar paso a los tonos amarillos y cafés de la tierra seca. Las hojas de los árboles cambian en las estaciones. Hay mañanas, como ahora, en que son sacudidas por el viento y tapizan las avenidas de la plaza. Hay días en que las hojas forman un tejido que cubre algunas de los pasajes del parque y la frescura es reconfortante. No es extraño que en las bancas duerman algunos de sus habitantes callejeros o eventuales, en las horas calurosas del día. Lo sé porque a veces también camino aquí después de la hora de los alimentos, para mejorar la digestión y evitar la somnolencia que en el trabajo es casi ineludible.

Si alguien piensa que pasarse el tiempo sentado en una plaza, mirando gente, autos y tratando de encontrarse con algo extraordinario es la cosa más aburrida del mundo, no lo desmentiré, porque cada cual es libre de pensar lo que le venga en mente. Para mí cada mañana, o cada paseo al mediodía, equivale a un encuentro con la naturaleza humana y natural. Y cada encuentro, como me gusta pensarlo, es una oportunidad de disfrute, de pasar el tiempo, y eso, cada uno lo elige, sin tener que explicarlo ni pagar peaje.