El último viernes de cada mes nos encontramos cuatro amigos en el “Bar de las 8”. Es un sitio discreto, la manera más elegante de evitar adjetivos sobre la calaña del lugar. No es caro, ni elegante, pero sirven buenos tragos, no adulterados y nunca mataron a nadie, en una ciudad donde no todos los antros pueden presumirlo.
Nos reunimos desde hace dos décadas, poco más, poco menos. Somos compañeros de la preparatoria. Ahí empezamos nuestras andanzas juveniles, cuando no compartíamos ni presupuestos, gustos, autos y lujos de los otros alumnos preuniversitarios. Coincidimos en la aversión a la mayoría.
Primero por causalidad, luego por afinidad, nos reunimos en aquel Bar. Uno y otro de los compañeros nos fuimos de la ciudad un tiempo y las tertulias de viernes desaparecieron. Años después nos vimos como la primera ocasión, lo pasamos bien. Odiábamos las actitudes que nos habían juntado, éramos menos jóvenes pero compartíamos aficiones: leer libros viejos, pocas amistades, cunas sencillas, vidas sin lujos, sin fiestas, ni hipocresías, muchas ganas de no dejarse aplastar por la vida y menos de ser aplastados por los gandallas.
Este viernes nos reunimos. Hablamos todos, sin compases ni árbitros, nos vamos turnando para lo que queremos contarnos. Esta vez la conversación giro como siempre, por muchos temas, pero uno nos provocó las mayores risas. Los amores primeros, en la callecita de nuestro barrio, en el cine pobre del pueblo pobre de cada cual, en los salones de clase de nuestras novias que no lo sabían, en el jardín donde “dábamos vueltas” como tiovivo para mirarnos unos a otras.
A las dos de la mañana, cuando don Goyo nos recordó que era la hora de cerrar, pero que podíamos quedarnos todo el tiempo que deseáramos, decidimos que no más. Que era momento de despedirnos y encontrarnos el mes próximo, que estas sesiones, para disfrutarlas, teníamos que beberlas gota a gota.