Envuelta en un halo casi mágico, la evaluación se ha convertido en una palabra y práctica estelares. Todos hablan de evaluación, la invocan y la procuran, porque así, supone el sentido común instalado, la educación será mejor. Los gobiernos e instituciones invierten crecientemente en exámenes, se extienden los rankings y se creó una industria evaluadora, plagada de departamentos que diseñan exámenes, cursos (para hacer pruebas e interpretarlas, de preparación para aprobarlas, para convertirse en evaluadores, para ser evaluados y preparar informes, etc.), expertos que evalúan y organismos que acreditan.
A la creencia mítica en la evaluación hay que someterla a riguroso examen, para conocer posibilidades y límites, aprovecharla y convertirla en medio. A continuación, algunos ítems para examinar la evaluación.
-La evaluación, entendida como exámenes, no es sinónimo de calidad. Es más usual crear un sistema de exámenes, modernizarlo y hacerlo cada día más sofisticado, que trabajar en salones de clases con los maestros para perfeccionar prácticas de enseñanza.
-¿Exámenes como control o como insumo para la reflexión del profesorado y autoridades? En la exigencia de evaluación hay por lo menos dos razones: una, propia de sociedades democráticas, es la responsabilidad de la rendición de cuentas; la otra es la desconfianza derivada de hechos que obligan a no dejar que las escuelas se conviertan en territorio de impunidad e irresponsabilidad, pero también la desconfianza prohijada por la incomprensión de los tiempos naturales del aprendizaje o los cambios educativos. La examinación no es tarea burocrática, debe convertirse en proceso pedagógico para comprender, no solo para premiar y castigar.
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