Perdí la cuenta de los ciclos escolares en que he dado clases. Ni siquiera podría estimar el número de cursos o materias impartidas. Tampoco creo que sea muy relevante saberlo o contarlo. No están esos datos en mi currículum (tampoco sé dónde está el archivo).
A cambio de esas lagunas, recuerdo a casi todos los estudiantes con los cuales trabajé. Sus nombres difícilmente se borran; las caras, menos. Cada vez que encuentro a uno, puedo reconocerlo. Si conversamos, puedo estimar la generación y a sus compañeros, por lo menos a algunos.
En todos estos años de vida profesional sucedieron muchas cosas. Buenas y malas. De todo lo negativo, lamento más la pérdida de compañeros de carrera, exalumnos y maestros.
Lo que nunca perdí en tres décadas de actividad profesional es la alegría por la docencia. El nerviosismo de un nuevo curso, de encontrarse con otro puñado de estudiantes, el temor a lo desconocido, el deseo de acertar en el curso desde el primer momento de la primera clase.
Cada semestre, cada materia y grupo es un desafío que me angustia un poco. Que disfruto también, por supuesto.
Mañana tendré otra oportunidad. Empiezo el mismo curso que coordino por cuarta vez consecutiva; podría decir: ya me lo sé. No es tan cierto, porque cada vez intento hacerlo diferente. Ahora, aunque no me lo propusiera, lo será, pues la pandemia nos desafía a modificar la organización didáctica y escolar.
No sé cómo irá el curso, no sé cómo serán los 27 estudiantes del grupo. Sé que llegaré al aula a las 16:30 horas, puntual, luego, con el nerviosismo en la superficie de la piel, entraré y encenderé el botón para comenzar otra aventura docente.
¡Qué nos vaya bien a todos en el ciclo escolar universitario!