En el documento que la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) entregó a los candidatos presidenciales en 2012, advertía problemas severos en la estructura de la enseñanza superior y de las instituciones de ese tipo educativo. Con cautela, denunciaba el agotamiento de políticas y estrategias que la habían orientada.
La semana pasada Enrique Fernández Fassnacht, secretario general de la ANUIES, en la reunión del Consejo de Universidades Particulares e Instituciones Afines criticó las fórmulas usadas para la evaluación a las universidades. Según la nota publicada en “El Universal” (30 de junio), expuso que esa evaluación tiene un “perfil burocrático” que asegura ciertas condiciones pero no la calidad, y pervirtió el sentido de la función evaluativa. Literalmente habría dicho: “se ha visto como un medio para obtener recursos y no como un medio para mejorar”. Los riesgos de un sistema “obsoleto” (como lo calificó frente al propio subsecretario de Educación Superior) son la simulación y la reproducción de las inequidades.
En su libro “Gestión educativa en América Latina. Construcción y reconstrucción del conocimiento” (Buenos Aires, Troquel, 1996), Benno Sander daba cuenta de esa vieja tentación o trampa: “muchas veces los fines de la educación y los objetivos específicos de las escuelas y universidades ha sido postergados por tecnologías administrativas que rinden culto predominante a la eficiencia económica y la eficacia institucional”. No estamos, pues, frente a un hecho inusitado, lo que empeora el diagnóstico.
En la nota de “Campus Milenio”, luego de reconocer el papel de la evaluación de la educación superior, el secretario general de ANUIES aseveró: “Sin embargo, existe consenso en que también muestra signos de agotamiento, ya que ha permitido prácticas poco constructivas motivadas por la urgencia de lograr mayores recursos a través de la obtención de indicadores de calidad”.
No dijo ninguna novedad, pero era necesario reconocerlo abiertamente. Aunque no lo señaló con su nombre, o no lo consigna la prensa, uno de los focos principales de su crítica es el PIFI, Programa Integral de Fortalecimiento Institucional, rebautizado este sexenio pero el mismo que perfeccionara Julio Rubio Oca en la subsecretaría de Educación Superior.
Para quienes tenemos a las universidades y a las políticas educativas como tema de nuestras reflexiones e investigaciones, lo dicho por el funcionario es casi una perogrullada. Triste y lamentablemente ese discurso modernizador y triunfalista se lo creyeron en la propia SEP, y las universidades públicas lo compraron a ciegas. Hoy Fernández Fassnacht está reconociendo que el “rey va desnudo”, que ya no sirve la evaluación que aplican desde la década de los noventa, pues efectivamente reproduce inequidades, fomenta la simulación y no logró modificar las variables centrales de la educación superior, con excepción de la relación entre las universidades y la SEP, en donde sí se agudizaron los mecanismos de sujeción y acotaron los márgenes de la libertad académica, condicionada de múltiples formas con distintos programas y políticas (programas de estímulos, evaluación para acreditación, examinación de egresados, evaluación institucional).
Reconocidas las falencias y perversiones de esos esquemas de evaluación se da un pasito, pero veremos en los próximos años si de algo sirvió o fue nada más que un mea culpa sólo digno de recordarse en el libro de lo anecdótico.