No sé si lo soñé dormido o despierto, pero sucedió. No tengo duda y cada uno de los detalles son tan vivos como contundentes. Sucedió este miércoles 9 de julio de 2014, un día emblemático en la historia de Argentina: el mismo en que se declaró su independencia en 1816. En mi fantasía estaba en el departamento del piso 9 en bulevar San Juan, entre los barrios de Nueva Córdoba y el Centro, asomado al balcón, como aquel mayo de 2013 en que el popular equipo Talleres de Córdoba ganara su pase de la tercera a la segunda categoría del futbol argentino. Con una vista privilegiada de la glorieta en Patio Olmos, fui testigo de cómo se iba llenando de gente con sus camisetas a rayas blancas y azules, peregrinando para el inolvidable festejo después de lograr un ansiado pasito para salir del infierno de las ligas menores. Niños, mujeres, viejos, jóvenes, todos se agolparon jubilosos a celebrar la hazaña y dispuestos a esperar las horas hasta la madrugada, para ver a los jugadores del equipo de sus pasiones.
Eso ocurrió hace poco más de un año. En mi sueño cambiaron los colores en el cruce de las avenidas San Juan y Vélez Sarsfield. Pero ahora, mañana, están todos unidos, miles, de nuevo mujeres, hombres, niñas, niños, adultos, viejos, jóvenes, con la camiseta albiceleste, algunos con las de sus equipos. La fiesta es de todos, es el pasaporte a la final luego de vencer otra vez en la máxima justa del futbol a Holanda, como en el Monumental de River Plate en 1978, para levantar la primera Copa mundial del país, al mismo tiempo que las cárceles y los centros clandestinos de detenciones eran testigos mudos de los gritos de dolor, de las muertes y torturas.
Los hinchas cantan, bailan, brincan, levantan las banderas y agitan al viento las manos, tienen el puño cerrado que aprieta la gloria deportiva para que no se escape todavía. Los veo desde el noveno piso, desde el mismo sitio por el que escuché los gritos desaforados de miles de hinchas cuando Lio Messi anotaba el gol de la victoria, para la inauguración de esta fiesta nacional. Y no pude ocultar las ganas de bajar a la calle, de caminar entre la gente y disfrutar con la alegría ajena de un país que, caminándolo unos meses, se nos quedó en los pies, en la piel y en el corazón. Un sueño, nomás. O el recuento que mañana alguien podría hacer desde el mismo lugar.